Hermanas y hermanos, buenas tardes.
En este nuestro tercer encuentro expresamos la
misma sed, la sed de justicia, el mismo clamor: tierra, techo y trabajo para
todos.
Agradezco a los delegados, que han llegado desde
las periferias urbanas, rurales y laborales de los cinco continentes, de más de
60 países, han llegado a debatir una vez más cómo defender estos derechos que
nos convocan. Gracias a los Obispos que vinieron a acompañarlos. Gracias
también a los miles de italianos y europeos que se han unido hoy al cierre de
este Encuentro. Gracias a los observadores y jóvenes comprometidos con la vida
pública que vinieron con humildad a escuchar y aprender. ¡Cuánta esperanza
tengo en los jóvenes! Le agradezco también a Usted, Señor Cardenal Turkson, el
trabajo que han hecho en el Dicasterio; y también quisiera mencionar el aporte
del ex Presidente uruguayo José Mujica que está presente.
En
nuestro último encuentro, en Bolivia, con mayoría de Latinoamericanos,
hablamos de la necesidad de un cambio para que la vida sea digna, un cambio de
estructuras; también de cómo ustedes, los movimientos populares, son
sembradores de cambio, promotores de un proceso en el que confluyen
millones de acciones grandes y pequeñas encadenadas creativamente, como en una
poesía; por eso quise llamarlos “poetas sociales”; y también enumeramos algunas
tareas imprescindibles para marchar hacia una alternativa humana frente a la
globalización de la indiferencia: 1. poner la economía al servicio de los
pueblos; 2. construir la paz y la justicia; 3. defender la Madre Tierra.
Ese día, en la voz de una cartonera y de un
campesino, se dio lectura a las conclusiones, los diez puntos de Santa Cruz de la Sierra, donde la palabra cambio
estaba preñada de gran contenido, estaba enlazada a cosas fundamentales que
ustedes reivindican: trabajo digno para los excluidos del mercado laboral;
tierra para los campesinos y pueblos originarios; vivienda para las familias
sin techo; integración urbana para los barrios populares; erradicación de la
discriminación, de la violencia contra la mujer y de las nuevas formas de
esclavitud; el fin de todas las guerras, del crimen organizado y de la
represión; libertad de expresión y comunicación democrática; ciencia y
tecnología al servicio de los pueblos. Escuchamos también cómo se comprometían
a abrazar un proyecto de vida que rechace el consumismo y recupere la
solidaridad, el amor entre nosotros y el respeto a la naturaleza como valores
esenciales. Es la felicidad de «vivir bien» lo que ustedes reclaman, la «vida
buena», y no ese ideal egoísta que engañosamente invierte las palabras y nos
propone la «buena vida».
Quienes hoy estamos aquí, de orígenes, creencias
e ideas diversas, tal vez no estemos de acuerdo en todo, seguramente pensamos
distinto en muchas cosas, pero ciertamente coincidimos en estos puntos.
Supe también de encuentros y talleres realizados
en distintos países donde multiplicaron los debates a la luz de la realidad de
cada comunidad. Eso es muy importante porque las soluciones reales a las
problemáticas actuales no van a salir de una, tres o mil conferencias: tienen
que ser fruto de un discernimiento colectivo que madure en los territorios
junto a los hermanos, un discernimiento que se convierte en acción
transformadora «según los lugares, tiempos y personas» como diría san Ignacio.
Si no, corremos el riesgo de las abstracciones, de «los nominalismos
declaracionistas que son bellas frases pero no logran sostener la vida de
nuestras comunidades». (Carta
al Presidente de la Pontificia Comisión Para América Latina, 19 de
marzo de 2016). Son slogans. El colonialismo ideológico globalizante procura
imponer recetas supraculturales que no respetan la identidad de los Pueblos.
Ustedes van por otro camino que es, al mismo tiempo, local y universal. Un
camino que me recuerda cómo Jesús pidió organizar a la multitud en grupos de
cincuenta para repartir el pan (Cf. Homilía en la Solemnidad de Corpus
Christi, Buenos Aires, 12 de junio de 2004).
Recién pudimos ver el video que han presentado a
modo de conclusión de este tercer Encuentro. Vimos los rostros de ustedes en
los debates sobre qué hacer frente a «la inequidad que engendra violencia».
Tantas propuestas, tanta creatividad, tanta esperanza en la voz de ustedes que
tal vez sean los que más motivos tienen para quejarse, quedar encerrados en los
conflictos, caer en la tentación de lo negativo. Pero, sin embargo, miran hacia
adelante, piensan, discuten, proponen y actúan. Los felicito, los acompaño, y
les pido que sigan abriendo caminos y luchando. Eso me da fuerza, eso nos da
fuerza. Creo que este dialogo nuestro, que se suma al esfuerzo de tantos
millones que trabajan cotidianamente por la justicia en todo el mundo, va
echando raíces.
Quisiera tocar algunos temas más específicos, que
son los que he recibido de ustedes, que me han hecho reflexionar y los devuelvo
en este momento.
Primero: el terror y los muros.
Sin embargo, esa germinación que es lenta, que tiene sus tiempos como toda gestación, está amenazada por la velocidad de un mecanismo destructivo que opera en sentido contrario. Hay fuerzas poderosas que pueden neutralizar este proceso de maduración de un cambio que sea capaz de desplazar la primacía del dinero y coloque nuevamente en el centro al ser humano, al hombre y la mujer. Ese «hilo invisible» del que hablamos en Bolivia, esa estructura injusta que enlaza a todas las exclusiones que ustedes sufren, puede endurecerse y convertirse en un látigo, un látigo existencial que, como en el Egipto del Antiguo Testamento, esclaviza, roba la libertad, azota sin misericordia a unos y amenaza constantemente a otros, para arriar a todos como ganado hacia donde quiere el dinero divinizado.
¿Quién gobierna entonces? El dinero ¿Cómo
gobierna? Con el látigo del miedo, de la inequidad, de la violencia económica,
social, cultural y militar que engendra más y más violencia en una espiral
descendente que parece no acabar jamás. ¡Cuánto dolor y cuánto miedo! Hay -lo
dije hace poco-, hay un terrorismo de base que emana del control global
del dinero sobre la tierra y atenta contra la humanidad entera. De ese
terrorismo básico se alimentan los terrorismos derivados como el
narcoterrorismo, el terrorismo de estado y lo que erróneamente algunos llaman
terrorismo étnico o religioso, pero ningún pueblo, ninguna religión es
terrorista. Es cierto, hay pequeños grupos fundamentalistas en todos lados.
Pero el terrorismo empieza cuando «has desechado la maravilla de la creación,
el hombre y la mujer, y has puesto allí el dinero» (Conferencia
de prensa en el Vuelo de Regreso del Viaje Apostólico a Polonia, 31 de
julio de 2016). Ese sistema es terrorista.
Hace casi cien años, Pío XI preveía el
crecimiento de una dictadura económica mundial que él llamó «imperialismo
internacional del dinero». (Carta Enc. Quadragesimo
Anno, 15 de mayo de 1931, 109). ¡Estoy hablando del año 1931! El aula
en la que estamos ahora se llama “Paolo VI”, y fue Pablo VI quien denunció
hace casi cincuenta años la «nueva forma abusiva de dictadura económica en
el campo social, cultural e incluso político» (Carta Ap. Octogesima
adveniens, 14 de mayo de 1971, 44). Son palabras duras pero justas de
mis antecesores que avizoraron el futuro. La Iglesia y los profetas dijeron, hace milenios, lo
que tanto escandaliza que repita el Papa en este tiempo cuando todo aquello
alcanza expresiones inéditas. Toda la doctrina social de la Iglesia y el magisterio de
mis antecesores se rebelan contra el ídolo-dinero que reina en lugar de servir,
tiraniza y aterroriza a la humanidad.
Ninguna tiranía, ninguna tiranía se sostiene sin
explotar nuestros miedos. Esto es clave. De ahí que toda tiranía sea
terrorista. Y cuando ese terror, que se sembró en las periferias, son con
masacres, saqueos, opresión e injusticia, explota en los centros con distintas
formas de violencia, incluso con atentados odiosos y cobardes, los ciudadanos
que aún conservan algunos derechos son tentados con la falsa seguridad de los
muros físicos o sociales. Muros que encierran a unos y destierran a otros.
Ciudadanos amurallados, aterrorizados, de un lado; excluidos, desterrados, más
aterrorizados todavía, del otro. ¿Es esa la vida que nuestro Padre Dios quiere para
sus hijos?
Al miedo se lo alimenta, se lo manipula… Porque
el miedo, además de ser un buen negocio para los mercaderes de las armas y de
la muerte, nos debilita, nos desequilibra, destruye nuestras defensas
psicológicas y espirituales, nos anestesia frente al sufrimiento ajeno y al
final nos hace crueles. Cuando escuchamos que se festeja la muerte de un joven
que tal vez erró el camino, cuando vemos que se prefiere la guerra a la paz,
cuando vemos que se generaliza la xenofobia, cuando constatamos que ganan
terreno las propuestas intolerantes; detrás de esa crueldad que parece
masificarse está el frío aliento del miedo. Les pido que recemos por todos los
que tienen miedo, recemos para que Dios les dé el valor y que en este año de la
misericordia podamos ablandar nuestros corazones. La misericordia no es fácil,
no es fácil… requiere coraje. Por eso Jesús nos dice: «No tengan miedo» (Mt
14,27), pues la misericordia es el mejor antídoto contra el miedo. Es mucho
mejor que los antidepresivos y los ansiolíticos. Mucho más eficaz que los
muros, las rejas, las alarmas y las armas. Y es gratis: es un don de Dios.
Queridos hermanos y hermanas: todos los muros
caen. Todos. No nos dejemos engañar. Como han dicho ustedes: «Sigamos
trabajando para construir puentes entre los pueblos, puentes que nos permitan
derribar los muros de la exclusión y la explotación» (Documento Conclusivo
del II Encuentro Mundial de los Movimientos Populares, 11 de julio de 2015,
Cruz de la Sierra,
Bolivia). Enfrentemos el Terror con Amor.
El segundo punto que quisiera tocar es: El amor y los puentes.
Un día como hoy, un sábado, Jesús hizo dos cosas que, nos dice el Evangelio, precipitaron la conspiración para matarlo. Pasaba con sus discípulos por un campo, un sembradío. Los discípulos tenían hambre y comieron las espigas. Nada se nos dice del «dueño» de aquel campo… subyacía el destino universal de los bienes. Lo cierto es que frente al hambre, Jesús priorizó la dignidad de los hijos de Dios sobre una interpretación formalista, acomodaticia e interesada de la norma. Cuando los doctores de la ley se quejaron con indignación hipócrita, Jesús les recordó que Dios quiere amor y no sacrificios, y les explicó que el sábado está hecho para el ser humano y no el ser humano para el sábado (cf. Mc 2,27). Enfrentó al pensamiento hipócrita y suficiente con la inteligencia humilde del corazón (cf. Homilía, I Congreso de Evangelización de la Cultura, Buenos Aires, 3 de noviembre de 2006), que prioriza siempre al ser humano y rechaza que determinadas lógicas obstruyan su libertad para vivir, amar y servir al prójimo.
Y después, ese mismo día, Jesús hizo algo «peor»,
algo que irritó aún más a los hipócritas y soberbios que lo estaban vigilando
porque buscaban alguna excusa para atraparlo. Curó la mano atrofiada de un
hombre. La mano, ese signo tan fuerte del obrar, del trabajo. Jesús le devolvió
a ese hombre la capacidad de trabajar y con eso le devolvió la dignidad.
Cuántas manos atrofiadas, cuantas personas privadas de la dignidad del trabajo,
porque los hipócritas para defender sistemas injustos, se oponen a que sean
sanadas. A veces pienso que cuando ustedes, los pobres organizados, se inventan
su propio trabajo, creando una cooperativa, recuperando una fábrica quebrada,
reciclando el descarte de la sociedad de consumo, enfrentando las inclemencias
del tiempo para vender en una plaza, reclamando una parcela de tierra para
cultivar y alimentar a los hambrientos, cuando hacen esto están imitando a
Jesús porque buscan sanar, aunque sea un poquito, aunque sea precariamente, esa
atrofia del sistema socioeconómico imperante que es el desempleo. No me extraña
que a ustedes también a veces los vigilen o los persigan y tampoco me extraña
que a los soberbios no les interese lo que ustedes digan.
Jesús, ese sábado, se jugó la vida porque después
de sanar esa mano, fariseos y herodianos (cf. Mc 3,6), dos partidos
enfrentados entre sí, que temían al pueblo y también al imperio, hicieron sus
cálculos y se confabularon para matarlo. Sé que muchos de ustedes se juegan la
vida. Sé -lo quiero recordar, la quiero recordar- que algunos no están
hoy acá porque se jugaron la vida… pero no hay mayor amor que dar la vida. Eso
nos enseña Jesús.
Las «3-T», ese grito de ustedes que hago mío,
tiene algo de esa inteligencia humilde pero a la vez fuerte y sanadora. Un
proyecto-puente de los pueblos frente al proyecto-muro del dinero. Un proyecto
que apunta al desarrollo humano integral. Algunos saben que nuestro amigo el
Cardenal Turkson está presidiendo ahora el Dicasterio que lleva ese nombre:
Desarrollo Humano Integral. Lo contrario al desarrollo, podría decirse, es la
atrofia, la parálisis. Tenemos que ayudar para que el mundo se sane de su
atrofia moral. Este sistema atrofiado puede ofrecer ciertos implantes
cosméticos que no son verdadero desarrollo: crecimiento económico, avances
técnicos, mayor «eficiencia» para producir cosas que se compran, se usan y se
tiran englobándonos a todos en una vertiginosa dinámica del descarte… pero este
mundo no permite el desarrollo del ser humano en su integralidad, el desarrollo
que no se reduce al consumo, que no se reduce al bienestar de pocos, que
incluye a todos los pueblos y personas en la plenitud de su dignidad,
disfrutando fraternalmente de la maravilla de la Creación. Ese es el
desarrollo que necesitamos: humano, integral, respetuoso de la Creación, de esta casa
común.
Otro punto es: La bancarrota y el salvataje.
Queridos hermanos, quiero compartir con ustedes algunas reflexiones sobre otros dos temas que, junto a las «3-T» y la ecología integral, fueron centrales en vuestros debates de los últimos días y son centrales en este tiempo histórico.
Sé que dedicaron una jornada al drama de los
migrantes, refugiados y desplazados. ¿Qué hacer frente a esta tragedia? En el
Dicasterio que tiene a su cargo el Cardenal Turkson hay un departamento para la
atención de esas situaciones. Decidí que, al menos por un tiempo, ese
departamento dependa directamente del Pontífice, porque aquí hay una situación
oprobiosa, que sólo puedo describir con una palabra que me salió
espontáneamente en Lampedusa:
vergüenza.
Allí,
como también en Lesbos,
pude sentir de cerca el sufrimiento de tantas familias expulsadas de su tierra
por razones económicas o violencias de todo tipo, multitudes desterradas –lo he
dicho frente a las autoridades de todo el mundo– como consecuencia de un
sistema socioeconómico injusto y de los conflictos bélicos que no buscaron, que
no crearon quienes hoy padecen el doloroso desarraigo de su suelo patrio sino
más bien muchos de aquellos que se niegan a recibirlos.
Hago mías las palabras de mi hermano el Arzobispo
Jeronimos de Grecia: «Quien ve los ojos de los niños que encontramos en los
campos de refugiados es capaz de reconocer de inmediato, en su totalidad, la
“bancarrota” de la humanidad» (Discurso
en el Campo de refugiados de Moria, Lesbos, 16 de abril de 2016) ¿Qué
le pasa al mundo de hoy que, cuando se produce la bancarrota de un banco de
inmediato aparecen sumas escandalosas para salvarlo, pero cuando se produce
esta bancarrota de la humanidad no hay casi ni una milésima parte para salvar a
esos hermanos que sufren tanto? Y así el Mediterráneo se ha convertido en un
cementerio, y no sólo el Mediterráneo… tantos cementerios junto a los muros,
muros manchados de sangre inocente. Durante los días de este encuentro, lo
decían en el vídeo: ¿Cuántos murieron en el Mediterráneo?
El miedo endurece el corazón y se transforma en
crueldad ciega que se niega a ver la sangre, el dolor, el rostro del otro. Lo
dijo mi hermano el Patriarca Bartolomé: «Quien tiene miedo de vosotros no os ha
mirado a los ojos. Quien tiene miedo de vosotros no ha visto vuestros rostros.
Quien tiene miedo no ve a vuestros hijos. Olvida que la dignidad y la libertad
trascienden el miedo y trascienden la división. Olvida que la migración no es
un problema de Oriente Medio y del norte de África, de Europa y de Grecia. Es
un problema del mundo» (Discurso
en el Campo de refugiados de Moria, Lesbos, 16 de abril de 2016).
Es, en verdad, un problema del mundo. Nadie
debería verse obligado a huir de su Patria. Pero el mal es doble cuando, frente
a esas circunstancias terribles, el migrante se ve arrojado a las garras de los
traficantes de personas para cruzar las fronteras y es triple si al llegar a la
tierra donde creyó que iba a encontrar un futuro mejor, se lo desprecia, se lo
explota, incluso se lo esclaviza. Esto se puede ver en cualquier rincón de
cientos de ciudades. O simplemente no se lo deja entrar.
Les pido a ustedes que hagan todo lo que puedan.
Nunca se olviden que Jesús, María y José experimentaron también la condición
dramática de los refugiados. Les pido que ejerciten esa solidaridad tan
especial que existe entre los que han sufrido. Ustedes saben recuperar
fábricas de la bancarrota, reciclar lo que otros tiran, crear puestos de
trabajo, labrar la tierra, construir viviendas, integrar barrios segregados y
reclamar sin descanso como esa viuda del Evangelio que pide justicia
insistentemente (cf. Lc 18,1-8). Tal vez con vuestro ejemplo y su
insistencia, algunos Estados y Organismos internacionales abran los ojos y
adopten las medidas adecuadas para acoger e integrar plenamente a todos los
que, por una u otra circunstancia, buscan refugio lejos de su hogar. Y
también para enfrentar las causas profundas por las que miles de hombres,
mujeres y niños son expulsados cada día de su tierra natal.
Dar el ejemplo y reclamar es una forma de meterse
en política y esto me lleva al segundo eje que debatieron en su Encuentro: la
relación entre pueblo y democracia. Una relación que debería ser natural y
fluida pero que corre el peligro de desdibujarse hasta ser irreconocible. La
brecha entre los pueblos y nuestras formas actuales de democracia se agranda
cada vez más como consecuencia del enorme poder de los grupos económicos y
mediáticos que parecieran dominarlas. Los movimientos populares, lo sé, no son
partidos políticos y déjenme decirles que, en gran medida, en eso radica su
riqueza, porque expresan una forma distinta, dinámica y vital de participación
social en la vida pública. Pero no tengan miedo de meterse en las grandes
discusiones, en Política con mayúscula y cito de nuevo a Pablo VI: «La política
ofrece un camino serio y difícil―aunque no el único―para cumplir el deber grave
que cristianos y cristianas tienen de servir a los demás» (Lett. Ap. Octogesima
adveniens, 14 de mayo 1971, 46). O esa frase que repito tantas veces,
que siempre me confundo, no sé si es de Pablo VI o de Pío XII: “La política es
una de las formas más altas de la caridad, del amor”.
Quisiera señalar dos riesgos que giran en torno a
la relación entre los movimientos populares y la política: el riesgo de dejarse
encorsetar y el riesgo de dejarse corromper.
Primero, no dejarse encorsetar, porque algunos
dicen: la cooperativa, el comedor, la huerta agroecológica, el
microemprendimiento, el diseño de los planes asistenciales… hasta ahí está
bien. Mientras se mantengan en el corsé de las «políticas sociales», mientras
no cuestionen la política económica o la política con mayúscula, se los tolera.
Esa idea de las políticas sociales concebidas como una política hacia
los pobres pero nunca con los pobres, nunca de los pobres y mucho
menos inserta en un proyecto que reunifique a los pueblos a veces me parece una
especie de volquete maquillado para contener el descarte del sistema. Cuando
ustedes, desde su arraigo a lo cercano, desde su realidad cotidiana, desde el
barrio, desde el paraje, desde la organización del trabajo comunitario, desde
las relaciones persona a persona, se atreven a cuestionar las
«macrorelaciones», cuando chillan, uando gritan, cuando pretenden señalarle al
poder un planteo más integral, ahí ya no se lo tolera. No se lo tolera tanto
porque se están saliendo del corsé, se están metiendo en el terreno de las
grandes decisiones que algunos pretenden monopolizar en pequeñas castas. Así la
democracia se atrofia, se convierte en un nominalismo, una formalidad, pierde
representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al pueblo en su lucha
cotidiana por la dignidad, en la construcción de su destino.
Ustedes, las organizaciones de los excluidos y
tantas organizaciones de otros sectores de la sociedad, están llamados a
revitalizar, a refundar las democracias que pasan por una verdadera crisis. No
caigan en la tentación del corsé que los reduce a actores secundarios, o peor,
a meros administradores de la miseria existente. En estos tiempos de parálisis,
desorientación y propuestas destructivas, la participación protagónica de los
pueblos que buscan el bien común puede vencer, con la ayuda de Dios, a los
falsos profetas que explotan el miedo y la desesperanza, que venden fórmulas
mágicas de odio y crueldad o de un bienestar egoísta y una seguridad ilusoria.
Sabemos que «mientras no se resuelvan
radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta
de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas
estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en
definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales»
(Exhort. ap. postsin. Evangelii
gaudium, 202). Por eso, lo dije y lo repito: «El futuro de la humanidad
no está únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes potencias y
las elites. Está fundamentalmente en manos de los pueblos, en su capacidad de
organizarse y también en sus manos que riegan con humildad y convicción este
proceso de cambio» (Discurso
en el Segundo Encuentro mundial de los Movimientos Populares, Santa
Cruz de la Sierra,
Bolivia, 9 de julio de 2015). La
Iglesia, la
Iglesia también puede y debe, sin pretender el monopolio de
la verdad, pronunciarse y actuar especialmente frente a «situaciones donde se
tocan las llagas y el sufrimiento dramático, y en las cuales están implicados
los valores, la ética, las ciencias sociales y la fe» (Discurso
a la Cumbre de Jueces y Magistrados contra el Tráfico de Personas y el Crimen
Organizado, Vaticano, 3 de junio de 2016). Este era el primer riesgo:
el riesgo del corsé, y la invitación de meterse en la gran política.
El segundo riesgo, les decía, es dejarse
corromper. Así como la política no es un asunto de los «políticos», la
corrupción no es un vicio exclusivo de la política. Hay corrupción en la
política, hay corrupción en las empresas, hay corrupción en los medios de
comunicación, hay corrupción en las iglesias y también hay corrupción en las
organizaciones sociales y los movimientos populares. Es justo decir que hay una
corrupción naturalizada en algunos ámbitos de la vida económica, en particular
la actividad financiera, y que tiene menos prensa que la corrupción
directamente ligada al ámbito político y social. Es justo decir que muchas
veces se manipulan los casos de corrupción con malas intenciones. Pero también
es justo aclarar que quienes han optado por una vida de servicio tienen una
obligación adicional que se suma a la honestidad con la que cualquier persona
debe actuar en la vida. La vara es más alta: hay que vivir la vocación de
servir con un fuerte sentido de la austeridad y la humildad. Esto vale para los
políticos pero también vale para los dirigentes sociales y para nosotros, los
pastores. Dije “austeridad”. Quisiera aclarar a qué me refiero con la palabra
austeridad. Puede ser una palabra equívoca. Austeridad moral, austeridad en el
modo de vivir, austeridad en cómo llevo adelante mi vida, mi familia.
Austeridad moral y humana. Porque en el campo más científico,
cientifi-económico si se quiere, o de las ciencias del mercado, austeridad es
sinónimo de ajuste. A esto no me refiero. No estoy hablando de eso.
A cualquier persona que tenga demasiado apego por
las cosas materiales o por el espejo, a quien le gusta el dinero, los banquetes
exuberantes, las mansiones suntuosas, los trajes refinados, los autos de lujo,
le aconsejaría que se fije qué está pasando en su corazón y rece para que Dios
lo libere de esas ataduras. Pero, parafraseando al ex Presidente
latinoamericano que está por acá, el que tenga afición por todas esas cosas,
por favor, no se meta en política, que no se meta en una organización social o
en un movimiento popular, porque va a hacer mucho daño a sí mismo, al prójimo y
va a manchar la noble causa que enarbola. Tampoco que se meta en el seminario.
Frente a la tentación de la corrupción, no hay
mejor antídoto que la austeridad; esa austeridad moral y personal. Y practicar
la austeridad es, además, predicar con el ejemplo. Les pido que no subestimen
el valor del ejemplo porque tiene más fuerza que mil palabras, que mil
volantes, que mil likes, que mil retweets, que mil videos de youtube.
El ejemplo de una vida austera al servicio del prójimo es la mejor forma de
promover el bien común y el proyecto-puente de las 3-T. Les pido a los
dirigentes que no se cansen de practicar esa austeridad moral, personal, y les
pido a todos que exijan a los dirigentes esa austeridad, la cual –por otra
parte– los va a hacer muy felices.
Queridos hermanas y hermanos
La corrupción, la soberbia, el exhibicionismo de
los dirigentes aumenta el descreimiento colectivo, la sensación de desamparo y
retroalimenta el mecanismo del miedo que sostiene este sistema inicuo.
Quisiera, para finalizar, pedirles que sigan
enfrentando el miedo con una vida de servicio, solidaridad y humildad en favor
de los pueblos y en especial de los que más sufren. Se van a equivocar muchas
veces, todos nos equivocamos, pero si perseveramos en este camino, más temprano
que tarde, vamos a ver los frutos. E insisto, contra el terror, el mejor
antídoto es el amor. El amor todo lo cura. Algunos saben que después del Sínodo
de la familia escribí un documento que lleva por título Amoris
Laetitia. La alegría del amor. Un documento sobre el amor en la familia
de cada uno, pero también en esa otra familia que es el barrio, la comunidad,
el pueblo, la humanidad. Uno de ustedes me pidió distribuir un
cuadernillo que contiene un fragmento del capítulo cuarto de ese documento.
Creo que se los van a entregar a la salida. Va entonces con mi bendición. Allí
hay algunos «consejos útiles» para practicar el más importante de los
mandamientos de Jesús.
En Amoris
Laetitia cito a un fallecido dirigente afroamericano, Martin Luther
King, el cual volvía a optar por el amor fraterno aun en medio de las peores
persecuciones y humillaciones. Quiero recordarlo hoy con ustedes, es decir:
«Cuando te elevas al nivel del amor, de su gran belleza y poder, lo único que
buscas derrotar es los sistemas malignos. A las personas atrapadas en ese
sistema, las amas, pero tratas de derrotar ese sistema […] Odio por odio sólo
intensifica la existencia del odio y del mal en el universo. Si yo te golpeo y
tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así
sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente nunca
termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y esa es la
persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede romper la cadena del
odio, la cadena del mal». Esto lo dijo en 1957 (n. 118; Sermón en la iglesia
Bautista de la Avenida
Dexter, Montgomery, Alabama, 17 de noviembre de 1957).
Les agradezco nuevamente su trabajo y su
presencia. Quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga,
que los colme de su amor y los defienda en el camino dándoles abundantemente
esa fuerza que nos mantiene en pie y nos da coraje para romper la cadena del
odio: esa fuerza es la esperanza. Les pido por favor que recen por mí y los que
no pueden rezar, ya saben, piénsenme bien y mándenme buena onda. Gracias.
http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2016/november/documents/papa-francesco_20161105_movimenti-popolari.html
http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2016/november/documents/papa-francesco_20161105_movimenti-popolari.html
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