“Desde su
publicación en 1971, Las Venas Abiertas de América
Latina, del escritor uruguayo Eduardo Galeano, se
transformó en un clásico de la izquierda latinoamericana.
En la obra, el autor
analiza la historia del continente: la explotación económica y la
dominación política a la que ha sido sometido, desde la
colonización europea hasta los años setenta, época de su
publicación. Esto, en el contexto de la Guerra Fría (1945-1991), y
cuando se ponía en marcha la era de las dictaduras militares en
América Latina.
El libro de Galeano
era tan identificado con las ideologías revolucionarias y de
izquierda que fue proscrito de Argentina, Chile, Brasil y Uruguay
mientras estos países permanecieron bajo el yugo dictatorial.
Galeano estuvo preso en su país tras el golpe de 1973 y después,
obligado a exiliarse: primero en Argentina y después en España”.
(El País)
A
continuación compartiremos unos extractos de la introducción del
libro que nos pueden ayudar a seguir pensando la realidad compleja
y dolorosa del aborto desde la izquierda latinoamericana,
revolucionaria, nacional y popular.
“La
división internacional del trabajo consiste en que unos países se
especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo,
que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en
perder...
La
fuerza del conjunto del sistema imperialista descansa en la necesaria
desigualdad de las partes que lo forman, y esa desigualdad asume
magnitudes cada vez más dramáticas. Los países opresores se hacen
cada vez más ricos en términos absolutos, pero mucho más en
términos relativos, por el dinamismo de la disparidad creciente...
Ciento
veinte millones de niños se agitan en el centro de esta tormenta. La
población de América latina crece como ninguna otra; en medio siglo
se triplicó con creces. Cada minuto muere un niño de enfermedad o
hambre, pero en el año 2000 habrá seiscientos cincuenta millones de
latinoamericanos, y la mitad tendrá menos de quince años de edad:
una bomba de tiempo.
Entre
los doscientos ochenta millones de latinoamericanos que hay, a fines
de 1970, cincuenta millones de desocupados o sub ocupados y cerca de
cien millones de analfabetos; la mitad de los latinoamericanos vive
apiñados en viviendas insalubres. Los tres mayores mercados de
América Latina ⎯Argentina, Brasil y México⎯ no alcanzan a
igualar, sumados, la capacidad de consumo de Francia o de Alemania
occidental, aunque la población reunida de nuestros tres grandes
excede largamente a la de cualquier país europeo. América Latina
produce hoy día, en relación con la población, menos alimentos que
antes de la última guerra mundial, y sus exportaciones per capita
han disminuido tres veces, a precios constantes, desde la víspera de
la crisis de 1929. El sistema es muy racional desde el punto de
vista de sus dueños extranjeros y de nuestra burguesía de
comisionistas, que ha vendido el alma al Diablo a un precio que
hubiera avergonzado a Fausto. Pero el sistema es tan irracional para
todos los demás que cuanto más se desarrolla más agudiza sus
desequilibrios y sus tensiones, sus contradicciones ardientes.
Hasta la industrialización, dependiente y tardía, que cómodamente
coexiste con el latifundio y las estructuras de la desigualdad,
contribuye a sembrar la desocupación en vez de ayudar a resolverla.
Se
extiende la pobreza y se concentra la riqueza en esta región que
cuenta con inmensas legiones de
brazos
caídos que se multiplican sin descanso. Nuevas fábricas se instalan
en los polos privilegiados
de
desarrollo -Sao Paulo, Buenos Aires, la ciudad de México- pero menos
mano de obra se necesita cada vez. El sistema no ha previsto esta
pequeña molestia: lo que sobra es gente. Y la gente se reproduce.
Se hace el amor con entusiasmo y sin precauciones. Cada vez queda
más gente a la vera del camino, sin trabajo en el campo, donde
el latifundio reina con sus gigantescos eriales, y sin trabajo en la
ciudad, donde reinan las máquinas: el sistema vomita hombres. Las
misiones norteamericanas esterilizan masivamente mujeres y siembran
píldoras, diafragmas, espirales, preservativos y almanaques
marcados, pero cosechan niños; porfiadamente, los niños
latinoamericanos continúan naciendo, reivindicando su derecho
natural a obtener un sitio bajo el sol en estas tierras espléndidas
que podrían brindar a todos lo que a casi todos niegan.
A
principios de noviembre de 1968, Richard Nixon comprobó en voz alta
que la Alianza para el Progreso había cumplido siete años de vida
y, sin embargo, se habían agravado la desnutrición y la escasez
de alimentos en América Latina. Pocos meses antes, en abril,
George W. Ball escribía en Life: «Por lo menos durante las próximas
décadas, el descontento de las naciones más pobres no significará
una amenaza de destrucción del mundo. Por vergonzoso que sea, el
mundo ha vivido, durante generaciones, dos tercios pobre y un tercio
rico. Por injusto que sea, es limitado el poder de los países
pobres». Ball había encabezado la delegación de los Estados Unidos
a la Primera Conferencia de Comercio y Desarrollo en Ginebra, y había
votado contra nueve de los doce principios generales aprobados por la
conferencia con el fin de aliviar las desventajas de los países
subdesarrollados en el comercio internacional.
Son
secretas las matanzas de la miseria en América Latina; cada año
estallan, silenciosamente, sin estrépito alguno, tres bombas de
Hiroshima sobre estos pueblos que tienen la costumbre de sufrir con
los dientes apretados.
Esta
violencia sistemática, no aparente pero real, va en aumento: sus
crímenes no se difunden en la crónica roja, sino en las
estadísticas de la FAO. Ball dice que la impunidad es todavía
posible, porque los pobres no pueden desencadenar la guerra mundial,
pero el Imperio se preocupa: incapaz de multiplicar los panes, hace
lo posible por suprimir a los comensales.
«Combata
la pobreza, ¡mate a un mendigo!», garabateó un maestro del
humor negro sobre un muro de la ciudad de La Paz. ¿Qué se
proponen los herederos de Malthus sino matar a todos los próximos
mendigos antes de que nazcan? Robert McNamara, el presidente del
Banco Mundial que había sido presidente de la Ford y Secretario de
Defensa, afirma que la explosión demográfica constituye el mayor
obstáculo para el progreso de América Latina y anuncia que el Banco
Mundial otorgará prioridad, en sus préstamos, a los países que
apliquen planes para el control de la natalidad. McNamara comprueba
con lástima que los cerebros de los pobres piensan un veinticinco
por ciento menos, y los tecnócratas del Banco Mundial (que ya
nacieron) hacen zumbar las computadoras y generan complicadísimos
trabalenguas sobre las ventajas de no nacer: «Si un país en
desarrollo que tiene una renta media per capita de 150 a 200 dólares
anuales logra reducir su fertilidad en un 50 por ciento en un período
de 25 años, al cabo de 30 años su renta per capita será superior
por lo menos en un 40 por ciento al nivel que hubiera alcanzado de lo
contrario, y dos veces más elevada al cabo de 60 años», asegura
uno de los documentos del organismo. Se ha hecho célebre la frase de
Lyndon Johnson: «Cinco dólares invertidos contra el crecimiento de
la población son más eficaces que cien dólares invertidos en el
crecimiento económico». Dwight Eisenhower pronosticó que si los
habitantes de la tierra seguían multiplicándose al mismo ritmo no
sólo se agudizaría el peligro de la revolución, sino que además
se produciría «una degradación del nivel de vida de todos los
pueblos, el nuestro inclusive ».
Los
Estados Unidos no sufren, fronteras adentro, el problema de la
explosión de la natalidad, pero se preocupan como nadie por difundir
e imponer, en los cuatro puntos cardinales, la planificación
familiar. No sólo el gobierno; también Rockefeller y la Fundación
Ford padecen pesadillas con millones de niños que avanzan, como
langostas, desde los horizontes del Tercer Mundo. Platón y
Aristóteles se habían ocupado del tema antes que Malthus y
McNamara; sin embargo, en nuestros tiempos, toda esta ofensiva
universal cumple una función bien definida: se propone justificar
la muy desigual distribución de la renta entre los países y entre
las clases sociales, convencer a los pobres de que la pobreza es el
resultado de los hijos que no se evitan y poner un dique al avance de
la furia de las masas en movimiento y rebelión.
Los
dispositivos intrauterinos compiten con las bombas y la metralla, en
el sudeste asiático, en el esfuerzo por detener el crecimiento de la
población de Vietnam. En América Latina resulta más higiénico
y eficaz matar a los guerrilleros en los úteros que en las sierras o
en las calles. Diversas misiones norteamericanas han
esterilizado a millares de mujeres en la Amazonía, pese a que ésta
es la zona habitable más desierta del planeta. En la mayor parte de
los países latinoamericanos, la gente no sobra: falta. Brasil
tiene 38 veces menos habitantes por kilómetro cuadrado que Bélgica;
Paraguay, 49 veces menos que Inglaterra; Perú, 32 veces menos que
Japón. Haití y El Salvador, hormigueros humanos de América Latina,
tienen una densidad de población menor que la de Italia. Los
pretextos invocados ofenden la inteligencia; las intenciones reales
encienden la indignación. Al fin y al cabo, no menos de la mitad de
los territorios de Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay y
Venezuela está habitada por nadie. Ninguna población
latinoamericana crece menos que la del Uruguay, país de viejos, y
sin embargo ninguna otra nación ha sido tan castigada, en los años
recientes, por una crisis que parece arrastrarla al último círculo
de los infiernos. Uruguay está vacío y sus praderas fértiles
podrían dar de comer a una población infinitamente mayor que la que
hoy padece, sobre su suelo, tantas penurias. Hace más de un siglo,
un canciller de Guatemala había sentenciado proféticamente: «Sería
curioso que del seno mismo de los Estados Unidos, de donde nos viene
el mal, naciese también el remedio». Muerta y enterrada la Alianza
para el Progreso, el Imperio propone ahora, con más pánico que
generosidad, resolver los problemas de América Latina eliminando de
antemano a los latinoamericanos.
En
Washington tienen ya motivos para sospechar que los pueblos pobres no
prefieren ser pobres. Pero no se puede querer el fin sin querer los
medios: quienes niegan la liberación de América Latina, niegan
también nuestro único renacimiento posible, y de paso absuelven a
las estructuras en vigencia.
Los
jóvenes se multiplican, se levantan, escuchan: ¿qué les ofrece la
voz del sistema? El sistema habla un lenguaje surrealista: propone
evitar los nacimientos en estas tierras vacías; opina que faltan
capitales en países donde los capitales sobran pero se desperdician;
denomina ayuda a la ortopedia deformante de los empréstitos y al
drenaje de riquezas que las inversiones extranjeras provocan; convoca
a los latifundistas a realizar la reforma agraria y a la oligarquía
a poner en práctica la justicia social. La lucha de clases no existe
-se decreta- más que por culpa de los agentes foráneos que la
encienden, pero en cambio existen las clases sociales, y a la
opresión de unas por otras se la denomina el estilo occidental de
vida. Las expediciones criminales de los marines tienen por objeto
restablecer el orden y la paz social, y las dictaduras adictas a
Washington fundan en las cárceles el estado de derecho y prohíben
las huelgas y aniquilan los sindicatos para proteger la libertad de
trabajo...
Por
eso en este libro, que quiere ofrecer una historia del saqueo y a la
vez contar cómo funcionan los mecanismos actuales del despojo,
aparecen los conquistadores en las carabelas y, cerca, los
tecnócratas en los jets, Hernán Cortés y los infantes de marina,
los corregidores del reino y las misiones del Fondo Monetario
Internacional, los dividendos de los traficantes de esclavos y las
ganancias de la General Motors. También los héroes derrotados y las
revoluciones de nuestros días, las infamias y las esperanzas muertas
y resurrectas: los sacrificios fecundos. Cuando Alexander von
Humboldt investigó las costumbres de los antiguos habitantes
indígenas de la meseta de Bogotá, supo que los
indios llamaban quihica
a las víctimas de las ceremonias rituales. Quihica
significaba puerta: la muerte de cada elegido abría un nuevo ciclo
de ciento ochenta y cinco lunas”.
Hasta
aquí, Galeano. Para la misma época, en Argentina, Juan Domingo Perón lanza el Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación Nacional (1974-1977). En él se advertía sobre el peligro de la
caída demográfica de la población argentina. Un informe oficial,
presentado por Perón
a
los dirigentes peronistas provinciales, demostraba que Argentina
estaba siendo sometida a un “sutil
plan exterior del largo alcance para despoblarla de hombres y
mujeres”.
En 2013, más de 40 años después de lo escrito por Eduardo Galeano y Juan Domingo Perón, nos encontramos con varios líderes progresistas de gobiernos populares de nuestra Patria Grande que se oponen a la legalización del aborto tal como podemos leer en "Sudamérica: la izquierda revolucionaria contra el aborto".
En 2013, más de 40 años después de lo escrito por Eduardo Galeano y Juan Domingo Perón, nos encontramos con varios líderes progresistas de gobiernos populares de nuestra Patria Grande que se oponen a la legalización del aborto tal como podemos leer en "Sudamérica: la izquierda revolucionaria contra el aborto".
Frente
al debate sobre aborto legal sí o no, no podemos soslayar esta
mirada geopolítica. Y tener en cuenta que, citando las palabras de
Mons. Gustavo Carrara en su exposición en el Congreso, “como
pueblo somos capaces de apuntar más alto y de sostener un profundo
respeto por la dignidad de los más débiles. Aunque
no parezca la salida más pragmática, los argentinos podemos
resolver los problemas sin arrancarle la vida a un inocente antes de
que pueda defenderse. Podríamos hacer la diferencia. No es
inofensivo abrir la puerta del aborto. Una lógica de muerte sólo
provocará más muerte y tristeza”. (LEER TEXTO COMPLETO)
Recomendamos
seguir leyendo “ABORTO:
aportes para el debate...”
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